AUTORIDAD CIEGA

 

Parece difícil señalar un rasgo común a estamentos y eventos tan distintos como el gobierno de un país, un partido de fútbol y una clase de la E.S.O. en un instituto, por mencionar sólo estos tres casos. En un partido de fútbol el árbitro se puede equivocar en ocasiones en las que una gran mayoría de los otros partícipes: jugadores, espectadores, entrenadores, incluso el propio árbitro, se dan cuenta de ello; éste no reconocerá la equivocación ni dará marcha atrás por las razones que pronto veremos claras. De modo similar, el gobierno de un país, o un partido político, rarísimamente admitirán haber errado en alguna medida legislativa o decisión de ámbito político o social –especialmente en España-, y lo mismo se puede a menudo apreciar en un profesor de instituto que haya incurrido en algún fallo, más o menos serio, en su labor pedagógica ante la clase.

            El problema parece ser, por una parte, el miedo a aceptar la propia equivocación ante las respectivas audiencias: espectadores y jugadores, ciudadanos, estudiantes. Quizá esté en juego aquí un principio implícito por el que primaría la sumisión a la autoridad, la aceptación sin cuestionamiento de ciertas reglas, sobre la desazón de creer que el error invalida automáticamente cualquier mérito o rasgo positivo del que lo comete, de sospechar que cada decisión o acto a partir del errado puede, a su vez, estar equivocado. ¿Qué pasaría entonces? ¿Se sumirían las colectividades en un estado de escepticismo y desconfianza, al borde de la temida pesadilla anarquista, que impediría la realización completa y ordenada de cualquier proceso o acontecimiento social, tal que una clase de instituto, una contienda futbolística, un consejo de ministros, etc.?

            Por otra parte, el reconocimiento de la propia equivocación, fallo, error, falta, etc. lleva consigo, por una tergiversación bastante extendida de la consciencia -léase falso ego- un angustioso sentimiento de desvalidez, de mezquindad e incluso de culpa. Cierto es que habríamos de hacer el distingo entre un acto involuntario de este tipo y uno realizado a sabiendas, para conseguir algún tipo de beneficio de esos que “tan raramente” se buscan, como dinero, poder, placeres caros...

Dejaremos aparte este último caso por entender que las personas así involucradas lamentan principalmente la frustración de sus deseos, más que el hecho de haberse equivocado o haber sido puestas en evidencia.

Los otros, los errados “inocentes”, se encuentran en estas situaciones de lapsus descubierto como aquel invitado a una ceremonia o celebración social al que de repente se le caen los pantalones y se encuentra en “cueros”. La imagen de seriedad y competencia que tan de moda está en nuestro mundo se derrumba de repente para dejar al descubierto eso que somos y siempre hemos sido: niños cósmicos (lo pequeñísimo ante lo inmensamente grande) jugando a ser hombres omnipotentes y dominadores, que en el juego nos olvidamos de lo que somos realmente. Nuestro yo social, nuestra imagen ideal, se hacen añicos, como cuando alguien dispara una ventosidad en alguna reunión de “alto nivel” y siente que, aunque nadie lo diga, todos los demás saben quién ha sido el origen del fétido proyectil. Algo por el estilo sucede cuando intentamos aprender inglés o alguna otra lengua: se nos hace patente que no sabemos decir ni comprendemos las ideas o instrucciones más simples, y ello nos deja totalmente devastados, ponderando qué clase de descerebrados somos para que, mientras hemos podido aprender la lengua madre sin esfuerzo, nos cueste ahora tanto aprender el nuevo idioma. Parece cómo si, a imagen y semejanza de Dios, tuviéramos que ser perfectos para justificar nuestra existencia, y cualquier desviación de esa exigencia constituyera motivo de recriminación propia y ajena; recriminaciones que, generalmente, van seguidas del firme propósito de no volver a fallar en lo sucesivo. ¿No es esto de una puerilidad extrema? Alguien quizá se plantee examinar las causas o razones de su fallo o error e intente prevenir su futura ocurrencia en lo posible (digo en lo posible, porque siempre pende sobre nuestras cabezas la fuerza de lo externo a nosotros, lo no controlable, el factor enorme del destino o el azar, según los gustos), pero estas entidades vivientes y pensantes parecen ser las menos, tanto así como para ser consideradas la excepción que confirma la regla.

            Ahora, volviendo al razonamiento primero, por el que considerábamos el miedo al vacío de autoridad como principal móvil del sempiterno empecinamiento en que el error no lo es en virtud de tal o cual racionalización carente de toda lógica o sentido común, y  para entrar en materia de explicaciones etiológicas de las que pesan más o menos lo que el papel donde se escriben, vamos  a intentar comprender de qué remotos parajes espacio-temporales puede provenir esta insidiosa tendencia de la que hablamos. Si concebimos un rasgo ancestral, enquistado en el hombre como ser social cargado de mezquindad destructiva dirigida al congénere débil, o al así percibido, y si por esa misma tendencia se interpreta cualquier aparente falta de seguridad o aceptación del error como debilidad, podemos llegar a la conclusión de que es esa ruin pulsión ancestral, probable remanente de nuestras pasadas experiencias de dura lucha contra los elementos naturales, la responsable de la tácita y ominosa máxima con tal grado de vigencia en nuestras sociedades: “Cuando se tiene la autoridad, mejor no admitir la equivocación que aceptarla, a riesgo cierto de perderla”. O sea que, a pesar de la “fachada” de avance científico y tecnológico que recubre nuestro mundo, debajo de la superficie descubrimos a un ser humano frágil e irracional, aún propulsado por unos vagos instintos atávicos, que no parece ofrecer una imagen esperanzadora en cuanto al potencial de desarrollo que muchos pensadores humanistas, y un servidor, queremos atribuirle.

            Tal y como en los innumerables aspectos de las economías de mercado libre, todos resumidos en uno sólo, la ley de la oferta y la demanda rige los modos de actuar de individuos y grupos sociales. Asimismo, la demanda de orden a costa de libertad provee a la sociedad de líderes, dirigentes y cabecillas que satisfacen ese principio; la justificación de la infalibilidad de la autoridad de turno se adereza con explicaciones y términos muy “razonables” repetidos hasta la saciedad por los medios que, a su vez, casi siempre deben lealtad a alguna forma de autoridad, ya política, ya económica.

            Es la masa social en general, al no estar preparada, por falta de auténtica educación, para resolver racionalmente los fallos y limitaciones de aquellos en alguna posición de poder dentro de su seno, la que, por medio de una sutil transmisión interpersonal, demanda a los dirigentes un ejercicio de poder a la antigua usanza, aquel llevado a la máxima expresión por regímenes totalitarios y dictadores: “Tenéis que aceptar nuestros mandatos y hacer lo que os decimos porque nosotros tenemos la responsabilidad de controlar esta o aquella parcela de vuestra vida; no os preocupéis demasiado de si tenemos o no razón”. Es mejor la certidumbre, aunque desacertada, que lo incierto de la búsqueda, que la desazón consiguiente a darse cuenta de que las personas supuestamente competentes en uno u otro ámbito no siempre lo son y, a menudo, incurren en enormes lapsos.

            Entraríamos aquí en un subyacente sentimiento de indefensión y desvalimiento que nos atenaza a los seres humanos desde algún ignoto rincón de nuestro ser. Es éste el miedo a la libertad, plasmado por Erich Fromm en la obra del mismo nombre, o el miedo de los ciegos en la novela “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago, que preferían la afiliación a grupos de invidentes con algún líder, aunque fuera un miserable, a deambular solos o en grupos sin una autoridad clara y establecida.

            ¿A cuantas otras instituciones sociales, políticas, culturales, se puede hacer extensivo este mecanismo lastrante de la autoridad equivocada? ¿No es acaso el corporativismo de diversos Colegios Profesionales otra muestra de ello? ¿Y la Iglesia, las organizaciones religiosas en general, no constituirían un magnífico y variado ejemplo de lo anterior a través de toda su historia? Si lo pensamos con algún detenimiento, son poquísimos los grupos organizados que darían negativo en este análisis; no se librarían siquiera deportistas, intelectuales, científicos, comunidades de vecinos y un largo etc.... Pero, y la familia, ¿escaparía acaso la familia, basada en el tradicional concepto de autoridad, a esta especie de sumisión resignada del “más vale lo malo conocido...”?

            Las preguntas que surgen a partir de aquí son muchas y las posibles respuestas muy variadas. Para mí, una cuestión crucial es cuánto tardará el hombre -sí, ya sé que es absurda esta generalización, pero al menos una cantidad significativa de hombres y mujeres que pueda imprimir huella en la sociedad en general- en estar preparado para asumir la duda como parte consubstancial de la vida, único medio de ir conquistando gradualmente pequeñas certezas; cuándo será capaz de aprender genuinamente de los errores, para lo cual es preciso reconocerlos antes sin resentimiento. ¿Cómo será este proceso de cambio, si es que alguna vez sucede? No parece probable que surja auspiciado por los poderes políticos o económicos, ya que al hallarse sus exponentes a mayor altura del suelo que el hombre llano en cuanto a poder, dinero y privilegios, verán el salto más peligroso y arriesgado que los otros, más a ras de tierra. Deberá ser, a mi parecer y experiencia, por el empeño individual de personas que decidan recuperar un nivel saludable de consciencia, y no digo “conciencia”.

Como integrantes de la comunidad humana estamos dotados de una enorme amplitud de posibilidades en cuanto a modos y actitudes vitales; podemos concebir que sería posible obrar de otra forma, como así lo han hecho algunas personas a lo largo de la historia, que decidieron sobrepasar los mezquinos límites de la falsa seguridad a través de la sumisión y llegar a altas cotas de autonomía y sentido de vida; decidieron abandonar servidumbres a personas, instituciones o conceptos vacíos, que no reflejan ninguna realidad válida, sustancial.

            Será, tal vez, como imaginaba Platón en su mito de la caverna, cuando el quitarse las cadenas comience a extenderse de uno a otro para al fin poder salir todos fuera de la oscuridad de las sombras y ver el mundo y a los seres vivos con la claridad de la luz natural.   

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

LAS IMÁGENES